El camino de acceso a la Huerta de los Frailes da vistas, a la derecha, a Carchelejo, un pueblo blanco, extendido como una balaustrada a lo largo de una escarpada ladera, y, a la izquierda, al castillo moro de Arenas, instalado en su inaccesible pináculo. Algún rayo de sol furtivo hace brillar las hojas plateadas de los olivos mientras la cogujada canta unas notas lastimeras desde una piedra y luego vuela en círculos como la alondra.
Al dar vista a los cortijos del antiguo monasterio, parece un lugar paradisíaco, un valle de bosques de pinos y olivos, gris y fresco, de ásperos barrancos, donde ya lanza su penacho de humo la chimenea de los cortijos, tan enhiesto, hacia el cielo, que parece estar suspendido de él. La colina del Cerrillo de San Marcos, faro del valle y de la Huerta, está recalentándose al sol. Los ennegrecidos troncos de los viejos almendros del camino y las higueras han perdido sus oscuras y satinadas hojas, que tras tornarse amarillas, han dejado desnudas sus ramas que se reflejan en las aguas verdosas de la alberca rebosante.
Han caído unos 40 litros, un agua muy deseada. Las lluvias por fin han llegado y el cielo está encapotado casi todos los días de nubes oscuras y esponjosas, que impregnan de humedad el suelo y el ambiente. Ya no están los abejarucos que alanceaban el aire en su vuelo veraniego, creando dardos de color con su brillante plumaje verde y amarillo, ni canta el cuco, pero han llegado los zorzales que raudos cruzan volando bajo los ardales de los olivos. Ha llegado la hora de aportar el compost a la huerta.
En la primavera hicimos dos grandes montones de compostaje con las hierbas resultantes del desbroce, estiércol de oveja y un poco de tierra de la propia huerta. Ya están maduros. Lo repartimos a las plantas.
Esta tarea es fundamental. La ciclicidad en la agricultura es la esencia de su sostenibilidad y viene dada por la devolución en forma de nutrientes de los residuos que en ella generamos transformados en compostaje.
El libro antropológico "Al sur de Granada" de Gerald Brenan, en su estancia en La Alpujarra granadina en el primer cuarto del siglo XX, recoge magníficamente la vida y costumbres de sus habitantes, convirtiéndose en un documento etnográfico de gran valor y un testimonio de cómo era la vida rural que hoy es irreconocible. Escribía “Mi aldea era casi autosuficiente. Las familias más pobres no comían nada que no criara en la aldea, excepto el pescado fresco, que se traía desde la costa a lomo de mula, en viaje nocturno, y bacalao seco. Los tejidos de algodón, la loza y la quincallería venían de las ciudades, pero los aldeanos tejían y teñían sus propios paños de lana, sus mantas de algodón, sus pañuelos de seda y sus colchas. En otras palabras, la economía de una aldea de La Alpujarra no había cambiado gran cosa desde los tiempos medievales.”
Lo que nos llama la atención y echamos de menos en su extenso libro, sobre todo teniendo en cuenta que el autor es un agudo observador, que no haya reflejado el sistema de ciclicidad de ese mundo en términos que garantizaba la sostenibilidad y equilibrio del ecosistema. Describe de forma pormenorizada lo que producían, los rituales relacionados con las cosechas o la matanza, las fiestas, las relaciones humanas, los grupos sociales, la religión, los paisajes, y hasta la psicología de sus habitantes; pero se olvida de describir cómo se producía, cómo se establecía la sincronización de reloj que les permitía ser comunidades autosuficientes. Eran sociedades de residuos cero, donde todo tenía una función en el engranaje general y no aparece en su estudio ni cómo los residuos de las huertas o de la molturación de las aceitunas, junto a los excrementos de los animales, iban a los muladares, nuestros modernos montones de compostaje, y madurados servían para fertilizar los cultivos que a su vez producirían magníficos frutos, volviendo de nuevo a reiniciarse el ciclo que seguiría dando vueltas con las estaciones y años en un ritmo biológico donde los seres humanos formaban parte.
Las carreteras construidas para los vehículos de motor pusieron fin a la vida autóctona de las aldeas y a los vestigios de una cultura que se remontaba a los tiempos clásicos.
En todas las modalidades de felicidad se da un elemento de añoranza, ya que la mente se centra mejor sobre aquello que echa en falta.